Recuerdo perfectamente el día que aprendí a leer.
Aún recuerdo la palpitante emoción de las letras que, al juntarse, se hacían lenguaje.
Recuerdo el olor a lapicero de la habitación,
el hombro anguloso del maestro, transpirando a mi lado.
Y el resto, niebla:
los niños, los muebles, la luz.
Lo único realmente nítido eran los signos de ese libro coloreado que,
al juntarse, describían el Universo.
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