domingo, 30 de noviembre de 2014

primera lectura

Recuerdo perfectamente el día que aprendí a leer.
 Aún recuerdo la palpitante emoción de las letras que, al juntarse, se hacían lenguaje.
 Recuerdo el olor a lapicero de la habitación,
 el hombro anguloso del maestro, transpirando a mi lado.
 Y el resto, niebla:
 los niños, los muebles, la luz.
 Lo único realmente nítido eran los signos de ese libro coloreado que,
 al juntarse, describían el Universo.

sábado, 22 de noviembre de 2014

El hombre más bello del mundo. Monólogo

EL HOMBRE MÁS BELLO DEL MUNDO


(Dos hombres sentados, HOMBRE1 y HOMBRE2, en la mesa de un café. Es de noche. De cuando en vez, se oye ulular al viento) 

HOMBRE1:
   Hoy he visto al hombre más bello del mundo. Habrá sido hará un par de horas, después de dejarte en medio de la Procesión del Cautivo. Fui a mi estudio y quedé absorto un rato frente un papel en blanco, donde ya no aparecía tu rostro. Sequé los pinceles y me fui derecho a la Plaza de la Merced a por un café. Ese café de mis noches de sábado, tras  dejarte en el bar donde solo se oía el jaleo de nuestros amigos cofrades. Bueno, tus amigos, y mis mejores clientes. 
   Iba ya andando por calle Buenaventura, cuando estos ojos se tropezaron con el resplandor de una tienda. El escaparate estaba lleno de lámparas. Deslumbrantes lámparas exóticas de  piezas multicolores.
   Me adelanté un poco y vi, en el interior, a un hombre de unos treinta y tantos años leyendo, sentado al final de una escalinata, barbudo, moreno, vestido de negro. Le eché primero un ojo de los que dura un relámpago; pero él alzó sus ojos y me captó. Yo aparté la mirada. No tenía la intención de comprar, así que seguí inspeccionando el escaparate y su espectáculo de lámparas turcas. Al poco, volví a echar otro ojo... y allí seguía él, sonriéndome. 
   <<Entra, Alberto, no seas tonto>> me dije... Así que crucé el umbral. Justo al tiempo en que él se levantaba a recibirme.
   Descendió de su trono como un pantocrátor, cediéndome el paso al interior de su tienda. No podía dejar de mirarlos ni a él, ni a aquella esfera de apabullante policromía que le circundaba, sin sentirme extasiado. 
   A continuación se encendió un cigarro, y quedó esperando fuera. 
   No sé cuánto rato pasé allí dentro viendo luminarias, si un siglo, o un segundo. El caso es que ya me iba, cuando me volví y le pregunté si abriría mañana domingo. Sonrió de nuevo, diciendo que no, resbalando su vista hacia el suelo. Jamás, que yo recuerde, he contemplado una virilidad tan dulce tras unas pestañas tan largas. Un fulgor secreto emanaba de sus ojos de azabache. Le di las gracias, arrobado, examinando los labios sensuales... Entonces caí en la cuenta de que me miraba el paquete... Yo llevaba sin abrochar la bragueta. Otro de mis despistes ¿O fue ese el pretexto para lanzar en mí su mirada?

    En todo caso, pronto saldré de la duda...   

   Porque yo tenía mis planes antes de ver a este turco tan guapo, señor de la lamparería. Quería perderme, dar una vuelta por los antros de siempre, tomar unas copas, bailar, quizás quitarme la camiseta, entrar a algún cuarto oscuro... Quería revolcarme en el lodo antes de sentir grabada su belleza en mi mirada... 
   Quería embadurnarme de cuerpos. Olvidarme de tí. 
   Me dolió tanto lo que dijiste; mejor dicho: lo que no me dijiste... Todo el fin de semana hablando y fantaseando, para al final dejar la cita de hoy en agua de borrajas. No te lo montas bien. Son demasiadas veces ya. Me has avisado para tomar un café  porque te pillaba cerca la procesión de ese Cristo que tanto veneras. No hacen falta explicaciones. Ya lo has dicho todo antes en ese bar de fanáticos donde los gritos me impedían oírte. 
   Tres semanas diciendo que si qué a gusto en tu nuevo apartamento, que si te invito a un arroz, que qué tranquila la playa...y cuando llego al fin a verte, ilusionado, saltando por encima de costaleros borrachos y marujas con carritos atrincheradas en la acera, vas, y me sueltas que te vuelves a La Cala, que te apetece estar solo, olvidándote totalmente de lo que habíamos planeado.
    Qué imbécil la gente que es capaz de ir en pos de un maniquí al que atribuyen propiedades mágicas, qué imbéciles, que compran mis esculturas. Qué imbécil yo, que lo hago por la pasta, malgastando mi tiempo. Malgastando mi tiempo con ellos, contigo… Qué imbécil... porque luego, después de esperar al trono y sortear la calle y a la muchedumbre, me cuentas que te lo haces con otro artista que te ha guiñado el ojo en uno de tus paseos por la arena. Desde luego que te vas a hartar. Málaga no es Encinas Reales. Te vas a hartar de follar, amigo. 
    Ni siquiera te has dignado a acercarme al centro en tu coche. Pero tampoco hacía falta. Me gusta andar, y adoro el viento...La noche está movidita (Se oye una sirena). Oye las sirenas...(Se oye un crujido) ¿Qué ha sido eso? ¡Están cayendo ramas de  los árboles! A lo mejor ha caído en la cabeza de uno de tus cofrades (Pausa, moviendo con la cuchara el café). 
    Pensaba ir Torremolinos, a los lugares de siempre, a hacer lo de siempre... y resulta que, por el camino, me meto en ese otro mundo, silencioso y sagrado, de la tienda de lámparas.
    ¿Para qué estropear el recuerdo de una visión perfecta?
    No me he tirado al gueto, como pensaba hacer. Al final me he vuelto a casa, desde donde te he llamado. No, no me ha pasado nada. 
    Simplemente, te dejo. 
    Déjame terminar. 
    Esperando al bus he intentado retener la preciosa imagen del vendedor de luces. No tenía papel ni batería para apuntar en el móvil mis impresiones. Pero sí he guardado en la memoria, afanosamente, la imagen del lamparero, su amabilidad, su voz de plata, sus perfectas manos inmaculadas. Y mientras retengo su imagen, me apeno, porque me has dado de lado, y tu cuerpo se me hace inalcanzable...(Mirándolo con melancolía) Cuánto he deseado este cuerpo. Él tiene algo de tí, o algo que, mejor dicho, tenías. 
 (Pausa. Sonidos de un vendaval semejante a voces).
    Estoy cansado.  Ya son 52 y algunas goteras a la espalda. A veces me invade la sensación de que mi vida no me pertenece. O peor aún: la certeza de que todo ha fallado, de que el que está aquí adentro no soy yo...
    Buscando en el estudio unos libros para la clase del lunes; en una caja, olvidadas, me he topado con un racimo de viejas libretas. Libretas coloreadas y manuscritas llenas de dibujos y poemas. La mayoría garabateadas solo en las primeras  páginas. 
    Igual ha sido mi vida. Un bello principio de colores intensos, y después... una interminable sucesión de páginas en blanco. Me ha hecho gracia lo de tu ligue el pintor. Tenías muchas ganas de ser mi inspiración, servirme de modelo para una escultura, ponerle tus rasgos a uno de mis Cristos, ¿no?¡ Pues mira por dónde! Seguro que él te hace un buen retrato ¿Es lo que querías, no? Ya lo estoy viendo. Un retrato en la arena, con el mar de fondo... 
   Todo se me escapa: amigos, obras, exposiciones, sueños, fama... He llegado a un punto de mi vida donde no entiendo nada. Tampoco ha de haber un porqué de este naufragio, claro. El hecho es que no voy a crear más durante un tiempo. Lo he decidido. No, de momento. Se terminó. Necesito un paréntesis.


     Ya solo las palabras me conmueven.

    (Llega la camarera)
    ¿La cuenta, por favor? (El HOMBRE2 hace el ademán de pagar, HOMBRE1 lo impide) ¡No! faltaría más...
   Cuando volvía en el autobús, después de dejaros a tí y a la maldita procesión, ví que iban sentados, en frente mío, siete hombres de mediana edad.  Los conté. Eran siete, como las siete virtudes teologales. Cada uno en su esfera, ensimismados y divinos, en actitudes diferentes. El uno con los cascos, el otro con la tablet, ése tecleando un móvil, aquél mirando tras el cristal... Callados, celestiales. Lejanos. Todos parecían  uno. El prisma de un mismo ser. No eras ya... Yo ya... no te veía a tí. Solo al hombre de la tienda de lámparas.
    (Cogiendo la chaqueta para irse)
   Creía que no iba a ser un hándicap vivir en diferentes ciudades, pero ahora veo que sí. Por un momento pensé que eras el hombre más bello del mundo, mi gran oportunidad; pero me doy cuenta que no, que el destino me castiga a seguir solo (Le coge las manos). Mi vida, adiós. Me vuelvo a casa de mi madre, a pasar el fin de semana con ella. Con ella y su amor incondicional, como bien dices recordando la tuya, que en paz esté. Amor de madre, no el de dos mariquitas viejas como nosotros.

   No pienso arrastrarme más por tus huesos, tío; no pienso mendigar más en tu corazón. Volveré a permitir que esta vida me sorprenda. Puedo soñar, mientras, con el lamparero, en su mágica vidriera luminosa. Quiero libar del banquete de imágenes y palabras, de las fuentes de belleza que jamás se agotan.  Este lunes volveré a su Olimpo de brillos,  y entonces lo sabré. Sabré qué me quiso decir con la mirada.  

(APAGÓN)